Estaría bien picarle al play antes de comenzar: Arsonist’s Lullabye – Hozier

Soy idiota.

Entre el debate de así nací o así me hice –que me importa una mierda– reconozco mi condición de pollo recién salido del cascarón que se cae, y se cae, y se cae. He aprendido a la mala porque cómo le hace alguien que ama como una bestia. Y sin embargo, ahora puedo decir sin temor al juicio ajeno: estoy arrepentida. ¿De qué? De muchas cosas. Menciona una. De haberme acostado con tu mamá.

No es broma.

Hace días platicaba con una amiga. Me contaba, más egoica que divertida, lo atroz que se había comportado con su amante. Incrédula, le pregunté:

–¿Te arrepientes?

–No.

–¿Nunca?

–No.

–¿De nada?

–No.

–¿Cambiarías algo si pudieras?

–No.

Me alegré, la verdad. Cómo una siente júbilo en el pecho, en serio, por las respuestas que ya no son suyas. Y recordé la última vez que, gallarda y convencida, también contesté que no a todo. Gallarda porque desde pequeña alimenté la altanería y convencida porque no sabía cambiar de opinión después de aplaudir mis decisiones estúpidas. Y esquiva, cómo no, repitiéndome que así había aprendido a amar.

Estar arrepentida es el acto más honesto que conozco. El más obsceno y lacerante: estás desprovista y endeble, primero ante ti, luego ante el resto. El arrepentimiento es el momento transparente de la redención. Y es el tiempo poniéndote en tu lugar. Por eso me atrofia el corazón y se me estruja la esperanza cuando escucho que, de poder, se haría todo idéntico.

Entonces sí, me arrepiento. Y no puedo cambiar nada aunque me pese. Porque todo lo que ocurre es de una sola manera. Incluso lo que no ha sido ya fue, también, de una sola manera. Pero al menos, vivir hoy con la certidumbre de una paz que no conocía, me permite ver claro lo que hubiera hecho diferente.

Julieta Cardona

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